FELIX ALFREDO CASTILLO FORERO

Nací el 2 de mayo de 1965 en el hogar de PEDRO ALEJANDRINO CASTILLO (QEPD) Y MARIA DEL CARMEN FORERO, en la vereda Igua de Paéz del municipio de Gachantivá. Mis padres administraban una gran hacienda de la familia Páez Roa -herederos del general PEDRO MARTIN PAEZ BORRÁS- y allí en ese lugar nacimos once de los doce hijos de este matrimonio. En el orden familiar soy el número 10 de los hermanos donde hubo 7 hombres. El número 10 es una constante en mi vida. A esa edad entré a estudiar en la escuela de la vereda Igua de Pardos (me fui casi a las malas). En esas épocas los padres pensaban que los hijos debían aprender a trabajar antes que a estudiar.

Mi profesora de los primeros tres años fue una gran maestra llamada Bernarda Cárdenas. Ya estaba a pocos años de pensionarse y debía viajar desde el pueblo, lloviera, tronara o relampagueara como dicen por acá, empleando una hora en el viaje. Entrábamos a las ocho de la mañana y salíamos a las once a almorzar para regresar a la una de la tarde y salir nuevamente a las cuatro de la tarde. El sonido de su pito de árbitro de fútbol nos indicaba que estaba a escasos doscientos metros de la escuela y si estábamos lejos corríamos para llegar a tiempo. Siempre iniciábamos la jornada con la oración y una canción llamada el “himno a la mañana”. Debía esta maestra manejar casi setenta niños repartidos en los grados: primero, segundo y tercero, su estrategia consistía en atender 10 minutos a un curso y dejarles taller. Luego continuaba con otro y así a todos nos mantenía ocupados. Generalmente iniciaba con tercero y mientras tanto los demás hacíamos ejercicios de lectura mental. Cuando trabajaba con mi curso y nos colocaba el taller, me preocupaba por desarrollarlo rápidamente para así poner atención a lo que le enseñaba a los cursos superiores. Cuando pasé a segundo me aburría pues ya sabía muchas de esos contenidos. Algo para recordar de esta época es que no sabía para que era útil el dinero, pues no vendían nada en esa escuela. Las onces eran las que nos daba mamá: arepa de maíz o mazorca con bastante cuajada, envueltos, harina de maíz pintado, café en leche, chocolate o aguadepanela. Que bueno y bonito era esa vida. Lo nefasto era que entre las once y la una de la tarde nos tocaba ir a echar a beber un poco de ganado, pasando por un bosque hasta llegar a una laguna. No había día que no nos encontráramos alguna culebra. Siempre llegábamos tarde a la escuela en esa última jornada. Al salir a las cuatro de la tarde debíamos ir a encerrar 18 becerros de la hacienda. No había luz, por lo que nos tocaba hacer las tareas a la luz de una lámpara de petróleo. No teníamos uniforme y calzábamos unas alpargatas que poco duraban debido al barro de la carretera. Muchas veces íbamos descalzos.

En 1978 tuve que ir a la escuela urbana, pues en mi  escuela solo se cursaba hasta tercero. Tuvimos que asistir en la tarde de 12 a 5, ya que estaban realizando labores de ampliación. Por esta causa un albañil se dejó caer del andamio y cayó sobre el techo de nuestro salón. Una teja cayó sobre los gemelos de una niña llamada Elizabeth Monroy. Parecían una gelatina y manaban sangre. Otros niños salieron con heridas en la cabeza por los pedazos de tejas que cayeron. Esta fue la causa de la partición de la jornada pues los salones que estaban en la parte baja de la construcción del segundo piso fueron desocupados. Tercero, cuarto y quinto asistíamos en la tarde. Tres maestras nos daban clase y se rotaban por los tres cursos: Elsa Marina Suárez Castillo nos daba matemáticas y ciencias; Odilia Saavedra Castellano y religión, y Ruth Millán Sociales y Educación Física. En la mitad de ese año nombraron una maestra para la escuela de Igua de Pardos abriendo así el grado cuarto. Todos mis compañeros de las iguas se fueron para allí, a excepción de Germán Torres y yo. Nos quedamos porque a cada uno nos gustaba una chica. Eran los primeros albores del amor ideal que nunca se hizo realidad. El valor del dinero apareció en nuestras vidas pues nos antojábamos de un dulce, un pan  una gaseosa. Le metíamos la mano a veces al bolsillo de papá y le quitábamos alguna moneda, pero el lo notaba y que muendas que nos daba.  Al siguiente año decidimos irnos para la escuela de las iguas a terminar el grado quinto

 

En 1979 la escuela de Igua de Pardos dio a luz la primera promoción de básica primaria. 18 estudiantes terminamos ese grado con la profesora Alix Bernarda Camacho Cárdenas, excelente maestra, hija de la profesora Bernarda. Fue uno de mis mejores años de estudio, por lo que significaba para la historia de la escuela y de nosotros poder ir al colegio Juan José Neira. Terminamos con una fiesta donde bailamos, compartimos una torta, presentamos obras de teatro, poesía, canto. La profesora no regaló un detalle como recuerdo. Algunos compañeros tengo en mi memoria como Luis Antonio Forero (fallecido a causa de un suicidio en peña amarilla), Marcial Fernando Saavedra (fallecido en el ejército), Liviño Suárez, Elsa Forero, Margarita Torres, Germán Torres, Tobías Peña, Nancy Forero, Rubiela Saavedra, Alfonso Saavedra, Melba Rosa Saavedra, Sergio Arturo y Gloria Palacios, Marlén Forero, Julio Sanabria. Los que no están acá discúlpenme

 

EL COLEGIO

Mi papá no se convenció de que el estudio era algo importante. Mamá a pesar de ser analfabeta siempre le decía que nos colocara a estudiar. Era marzo de 1980 y yo veía con tristeza pasar el tiempo y no iba al colegio. En alguna ocasión la esposa del Doctor Francisco Páez, doña Pepita llegó a la hacienda y me preguntó si estaba estudiando. Cuando le respondí que no, ella me regaló dos mil pesos para que comprara lo necesario y me fuera al colegio. Gracias a ella pude ingresar a la secundaria. Aunque llegué dos meses tarde, rápidamente me puse al día en los contenidos, presenté evaluaciones y me nivelé con los demás. El padre Juan Norberto Forero tomó las riendas del colegio como rector. Este fue creado gracias  a la iniciativa de la comunidad que creó una cooperativa de educación. Su nombre era Colegio Cooperativo Juan José Neira y funcionaba hasta cuarto de bachillerato. La doble jornada existía también y en el medio día íbamos a la casa a almorzar a 45 minutos del pueblo. Cuando estaba en tercer grado de bachillerato tuve que retirarme del colegio. Un año de estudio me dio doña pepita, un año mi papá y al siguiente me tocaba de mi propio trabajo. En la hacienda trabajaba los sábados, algunos domingos y los festivos. En esa mitad de  año (1982), mis finanzas estaban en el piso. Carecía de ropa nueva, de zapatos, de tenis y de cuadernos. Resolví retirarme  e irme a trabajar a la hacienda. Tuve una corta experiencia en la caña de Santana, pero el clima me hizo enfermar y no volví por allá nunca más.

 

En 1983 regresé al colegio a repetir tercero, pero terminé endeudado hasta las cachas. Pensé en trabajar un año y regresar al siguiente, pero la divina providencia me colocó en las manos del padre Juan Norberto Forero, quien me dio los últimos tres años de estudio. Así pude terminar con buenos resultados académicos y con la opción de ir a la universidad. Entre mis compañeros de promoción (la última del colegio como cooperativo) fueron: Pedro Castillo (mi hermano), Belquis Merchán, Martha Lucía Peña (hoy maestra), Claudia Saavedra, Lucero Saavedra, Martha Agudelo, Héctor Julio Sáenz, Hugo Castillo, Juan Ramón Cuellar, Ascención Aguillón y Pedro Alfonso Sánchez (ex alcalde). Nuestra directora fue Mercedes Vargas quien trabaja en Tunja y los maestros de la época fueron: Pilar Suárez (compañera de trabajo), Luis Suárez (QEPD), Rosa Inés Puerto, Marina Sánchez, Nicodemus Soacha, Reinaldo Molina (QEPD), Orlando Camargo, Juan N. Forero, entre otros. Fueron años muy hermosos, de compartir, de fiestas, de escapadas, de instantes revolucionarios, de muchas jornadas deportivas, de enfrentamientos con los maestros por discusiones académicas, de conseguir amores y jugarles con otros amores, todo era permitido dentro de un ambiente sano. Fumábamos cigarrillo en el colegio, tomábamos cerveza con los profesores, pero éramos muy responsables.

La salida del colegio fue muy aburridora. Enfrentar la vida solos era una responsabilidad que no queríamos afrontar. Un año duré trabajando en la hacienda de la familia Páez y en noviembre de 1987 me fui a Bogotá. Me dolió mucho dejar a mi madre solita ( ella estaba con papá y otros hermanos, pero yo era su mano derecha). Aún recuerdo su rostro lleno de angustia cuando le dije “me voy a la ciudad definitivamente”. Lloró y si me espero cinco minutos seguro que me quedo. Debo decir que en este instante me da nostalgia evocar ese momento. Llegué a Bogotá y me presenté a la Universidad Externado como aspirante de Periodismo. Tres preguntas me hizo José de Recasens las cuales respondí así: ¿que hace su papa? Tiene una hacienda con 500 cabezas de ganado; ¿tiene algún pariente sacerdote? Mi tío es obispo en Chiquinquirá y ¿por qué quiere estudiar periodismo? Porque me gusta y ya. A los cinco días fui a ver los resultados, estaba en primer lugar. Todavía me deben estar esperando a matricularme por esa matrícula que solo podía pagar un hacendado como dije que era mi padre. Mientras luchaba por conseguir trabajo, presenté papeles a la Universidad Pedagógica Nacional para aspirar a estudiar Licenciatura en Matemáticas. Ahí si no pasé.

Mi hermana Gilma, quien me abrió las puertas de su casa para que viviera allí me aconsejó conseguir trabajo y luego pensara en estudiar. Así lo hice y me emplee como vendedor puerta – puerta de libros en la Organización Cultural Salvat. Allí permanecí siete meses que me sirvieron para conocer la ciudad, aprender a valorar el dinero, crecer mentalmente en actitud positiva y volverme buena vida, tomador, conquistador y hasta tramposo. Me fui porque me enviaron a trabajar a uno de esos barrios de gente pobre donde no se vende un libro porque la mayoría eran recicladores, emboladores, gente sin estabilidad laboral. Duré tres semanas sin vender una colección y me aburrí de echar pata y pedir prestado. Después intenté en otras compañías similares pero la moral estaba en el piso y decidí vender lo poco que tenía para subsistir como mis libros y música que había comprado. A veces salía en una moto con un amigo a recolectar el dinero de las máquinas traga moneda y cuadraba para la comida. La ciudad finalmente me expulsó como a un virus y caí en las minas de carbón en el sector de Ubaté.

LAS MINAS DE CARBÓN

Un amigo ya fallecido de nombre Gustavo, con quien jugaba ajedrez en un edificio de la calle 19 con quinta, me habló que en alguna ocasión el había trabajado en la minería con un tal Luis Torres en Cucunubá. Me empezó a causar curiosidad esa historia. Cada día le preguntaba por ese trabajo y el me decía que se ganaba buen dinero pero que era muy peligroso, pues debía mantenerse debajo de la tierra, alumbrándose con una lámpara de batería y voleando pica y pala en un socavón. Cada vez que me lo encontraba yo le insistía en sacarle información del trabajo y sobretodo como llegar allá. Me decía que tomando un bus de Bogotá a Ubaté y bajarse en un sitio llamado tierra negra. Ahí esperar un camión que lo llevara a un sitio llamado La Pluma preguntara por Luis Torres que trabajaba en la mina de un señor Alfonso Pinzón. Con esa información decidí tomar la aventura de explorar ese terreno. Por nada del mundo quise regresar fracasado a Gachantivá. El 9 de enero de 1989 me levanté muy temprano y me dirigí al terminal, tomé un bus que me llevó hasta Ubaté. Le dije al ayudante que me dejara en tierra negra, pero el estúpido no me recordó. Por supuesto que debí tomar otro de regreso hasta ese sitio. Espere varias volquetas y le pedía el favor al conductor que me llevara pero no lo hicieron. Decidí irme caminando y me gasté como dos horas. Preguntaba a la gente que me encontraba en el camino si La Pluma estaba cerca y siempre me respondían: -a media hora- caminaba y caminaba y volvía a preguntar y siempre me respondían a media hora. Por fín llegué a las minas de Alfonso Pinzón y un señor me indicó cual era la mina de Luis Torres. El paisaje era desolador. Puro desierto, hombres pintados de negro, casas con aspecto de pobreza, polvo en ese camino, las miradas que me hacía la gente eran de total desconfianza. Claro, yo iba bien vestido y ellos con sus overoles sucios y rotos.

 

Llegué hasta la bocamina de Luis Torres y una señora me dijo que lo esperara a que saliera de la mina pues el estaba trabajando en su interior. Mientras esperaba divisé por el túnel. Tenía una inclinación de unos treinta grados y solo se veía hasta unos diez metros adentro. La salida estaba cubierta por un poco de madera y plástico en su parte final. Estaba sostenido por troncos de madera en rectángulo cada metro más o menos y se podían ver los rieles por los que más tarde subiría un coche halado por un malacate con motor eléctrico que estaba en el interior de un cuarto de ladrillo y teja de eternit.

Esperé yo creo que más de una hora en el lugar, hasta que divisé una luz que emergía del interior de la tierra. Cuando el hombre salió con su cara ennegrecida, sudando y muy tranquilo, lo saludé por su nombre e inmediatamente me le presenté como amigo de ese señor Gustavo. Inmediatamente lo recordó, gracias a Dios, y le dije que si me podía dar trabajo. Claro que sí, fue su respuesta, pero a partir del lunes. El problema es que era martes y entonces ¿que haría en esos días?. Finalmente, después de explicarle mi situación y que no tenía dinero para el regreso me aceptó como su ayudante y me pagaría mil pesos el día, pero a partir del lunes siguiente, debería trabajar al destajo, es decir por las toneladas de carbón que picara a 500 pesos cada una.

 

 

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